Fátima Álvarez se crió entre el Valle de Lerma y las comunidades preincaicas, en Salta. No había salido de su provincia cuando llegó a Retiro por primera vez para estudiar medicina. Extrañando a su familia, con muchas lágrimas y más esfuerzo, en 2017 se recibió en la UBA con 8,07 de promedio
Cuando era chica, Fátima Álvarez (27) se divertía con las ovejas y juntando habas, arvejas y papines con sus primos en los cerros de la Puna salteña. Pasaba los veranos en Santa Rosa de Tastil, a 3.200 metros sobre el nivel del mar, en la casa de sus abuelos maternos.
Sin luz natural, entre ruinas preincaicas, casas de adobe, cactus monumentales, ventolinas de polvo y un sol abrasador, Fátima lo tenía todo.
“El 2 de noviembre, Día de las Almas, las abuelas del pueblo horneaban masas y panes con formas de escalera, palomita y cruz, en honor a nuestros familiares fallecidos. Los niños llenábamos nuestras bolsitas de cosas ricas. Era muy lindo”, recuerda con dulzura, mientras se toma un capuchino en una confitería sobre la Avenida Córdoba, a dos cuadras de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.
Ahí donde se convirtió en la Dra. Álvarez, para orgullo de sus padres y además, de la Fundación Grano de Mostaza, que apostó por ella.
Hija de Pedro y Elba, Fátima veraneaba en la montaña pero nació en Rosario de Lerma, Salta y allí creció, sin salir de la provincia hasta los 18 años, cuando pisó Buenos Aires por primera vez. Melliza de Rosario, se crió con dos hermanas mayores (Lorena y Vanesa) y dos menores (Noelia y Teresita). Su papá había sido ferroviario hasta que el tren dejó de llegar y empezó a vender las delicias regionales que preparaba su esposa: pan, dulces, pasta flora, maicenitas y empanadillas.
“Se vendía bastante y por eso pudimos ir a la escuela. Vivíamos con lo justo, sin lujos. A veces había más y a veces, menos. Un año que no teníamos nada, para Reyes sólo pusimos en la mesa un huevo y mayonesa. Mientras otros niños jugaban con sus regalos”, apunta Fátima.
Y celebra de que con mucho esfuerzo, sus papás pudieron construir la casa propia, frente a la escuela primaria del pueblo de 20.000 habitantes, en el Valle de Lerma, a una hora y media de Salta capital.
“Si viajara en el tiempo volvería a tener la infancia que tuve. Admirar la naturaleza, crecer con inocencia y sin necesitar de más”, asegura con el canto en la tonada.
Con las mejores notas, Fátima y su hermana melliza cursaron el primario soñando con hacer el secundario en el Instituto Rosario de Lerma. “Anhelábamos usar pollera, camisa y corbata… El uniforme significaba mucho. Recuerdo el momento en que vi sobre la cama de mis padres las dos carpetas amarillas con nuestra inscripción. Lo pagaron con esfuerzo. Era un lujo estudiar ahí”, cuenta emocionada y siempre agradecida.
Fue por entonces que la vida puso a prueba a los Álvarez. Papá Pedro empezó con fiebre persistente y al día de hoy Fátima no sabe porqué no fueron al médico. Lo cierto es que el Padre Chifri, sacerdote adorado en el Valle de Lerma, pasó a verlo y se lo llevó urgente al hospital para salvarlo de una neumonía que pudo haber sido fatal.
Devota de la Virgen del Rosario y del Padre Pío, Fátima recuerda bien que tenía quince años cuando un grupo de jóvenes del barrio de Núñez la visitó en Salta para sembrar en ella las ganas de ayudar a los más necesitados.
“Empecé a recorrer caminando o a caballo los poblados más alejados de la montaña. Y si bien conocía aquello, supe lo que era la desigualdad. No había médicos… Entonces me pregunté qué podía hacer por los salteños”, apunta sobre su vocación latente.
Cuando su amiga Nadia –aplicada, como ella– le dijo “¿Qué te parece si nos vamos a Buenos Aires a estudiar medicina?”, Fátima se quedó pensado… Ningún familiar o conocido había hecho un carrera universitaria, ni se había ido a la gran ciudad. Lo pensó como algo imposible, pero se lo comentó a sus padres y ellos “nunca me dijeron que no, a pesar de que no había dinero”. Entonces, la tía de su amiga las inscribió en una residencia de monjas –le daban casa y comida–, los papás de Fátima le pagaron el pasaje, le dieron algo de dinero y así llegó a Retiro por primera vez en marzo de 2010.
“Tenía tanto miedo a fracasar que no contaba que me venía. Muchos comentaban que la gente llegaba a Buenos Aires y se volvía, después de hacerle gastar plata a su familia. Pero mis padres jamás me cortaron las alas. Jamás me dijeron que tenía que quedarme trabajando con ellos. Al día de hoy me sorprende cómo se sacrificaron por mi”, asegura y entre sollozos agrega: “Nunca me reclamaron nada”.
De la Puna al cemento
Buenos Aires la sorprendió con la zebra para cruzar la calle, las puertas que se abrían solas cuando se acercaba, las escaleras mecánicas y los ascensores que le provocaban un nudo en el estómago.
Fátima vivía con su amiga en la residencia de Ramos Mejía y desde la ventana veía el Hospital Posadas como un gigante que la despertaba por el ruido de las ambulancias. “Soy cauta y tímida por naturaleza. Si hubiera sido realmente consciente de los peligros, las trabas y la exigencia de esta ciudad tal vez no me venía. Pero era chica y tenía un motor: ayudar a mi gente. Si estudiaba medicina, podía ser útil”, asegura sobre esa convicción que le permitió sobreponerse a la angustia de los primeros meses.
Hizo el CBC en Ciudad Universitaria promocionando todas las materias. Lo único que hacía era cursar y estudiar. Para sorpresa de sus docentes, venía con muy buenas base del secundario en Rosario de Lerma, sobre todo en Química. Y lo que no sabía, se lo explicaron.
“Me gustaba estudiar pero por momentos me levantaba con pesadillas y no sabía dónde estaba. Lloraba demasiado. Separarme de mi familia y sobre todo de mi melliza, fue muy difícil. No sé cómo hice para romper físicamente con ese lazo”, recuerda. Agrega que en ese entonces sólo tenía dinero para viajar una vez por año a su pueblo –en este 2019 ya lo hizo tres veces–.
Después de un año de mucho esfuerzo, cuando Fátima tenía que empezar la carrera, su mamá decidió pedir ayuda económica. Entonces la Fundación Grano de Mostaza, que tiene una sede en Rosario de Lerma, citó a Fati para confirmar sus intenciones de formarse, ver su libreta de estudios y terminar patrocinando su estadía en Buenos Aires.
“Ese año con Nadia nos mudamos a lo de una amiga de su tía en Congreso. Ahí empecé a sentir la presión de la carrera. Si te atrasabas un día de estudio, no llegabas. Después vino mi hermana Noelia y alquilamos juntas en Once. Y en segundo año supe lo que era un bochazo. Fue en fisiología. Hasta ese momento, nunca había ido a final. Todo lo promocionaba. Ahí aprendí a estudiar mejor y a rendir oral”, recuerda.
Durante tercer y cuarto año Fátima vivió en la casa de un primo en Ezpeleta. Allí conocío la Parroquia Nuestra Señora del Socorro y se hizo un muy buen grupo de amigos que perduran hasta hoy. Tuvo también algún amor, pero hoy no está de novia. “Por entonces descubrí que el estudio tiene que ser parte de tu vida pero no el sentido de mi vida. Con ellos entendí que tenía que divertirme. Aunque suene obvio”, reflexiona.
En marzo de 2017 sus padres vinieron a Buenos Aires por primera vez, para su último examen. Fue Urología y se sacó un 10.
“La Fundación los ayudó. Sin ellos el festejo no hubiera sido completo. Recuerdo el abrazo que nos dimos en la plaza. Ahí percibí el orgullo que sentían por mi. Porque robarles un beso o un te quiero, cuesta muchísimo. Son reservados. Tienen otras maneras de demostrar el afecto”, explica.
Cuenta que además ese día vinieron sus hermanas y su melliza, que es Licenciada en Enfermería en Salta. Y que volvieron a viajar en junio del año pasado, cuando le entregaron el diploma y la libreta con 8,07 de promedio.
Instalada en un departamento cerca de la Facultad, en Paraguay y Pueyrredón, Fátima terminó el IAR –Internado Anual Rotatorio–, estudió para el examen de residencia y entró a hacer Clínica Médica en el Hospital de Clínicas.
“Soy residente de segundo. El año pasado trabajaba doce horas por día. Ahora tengo libre un día libre a la semana”, señala y celebra ser fotografiadas en las instituciones que signaron su vida. “Yo creía poco en mí, pero aproveché las oportunidades y mantuve la voluntad. De eso se trata. Lo hice por mí y por mis padres, que me enseñaron a ser respetuosa y honesta. Tanto es así, que no puedo mentir. Si lo hago, ¡me pongo toda colorada y nerviosa!”, asegura entre risas.
Y con humildad agrega: “Estudié medicina y voy a seguir formándome para volver a los cerros de Salta y atender a mi gente. Vine por ellos. Renuncié a cumpleaños y momentos en mi pueblo. Algunos no lo entendieron… Pero estoy orgullosa de nuestra construcción cultural y de la calidez de la gente del Norte. Somos esencialmente gente de bien”.
Fuente: infobae.com